Alejandro Morán.
En mayo de 2013, Juan Echenique y Sergio Urzúa publicaban un ya célebre artículo titulado “Desigualdad, Segregación y Resultados Educacionales” que ilustra dichos conceptos sobre la red del Metro de Santiago. El artículo, de manera muy gráfica, muestra cómo en un viaje de apenas 20 minutos se puede pasar de un entorno con un nivel de ingresos percápita equivalente al de Belice (estación Lo Prado) a otro similar al de Portugal (estación Pedro de Valdivia). ¡De Belice a Portugal en 20 minutos!
Pero el fondo del artículo no es únicamente evidenciar de manera elocuente este nivel de desigualdad existente a lo largo de una línea de Metro. El resultado más significativo es que existe una correlación casi perfecta, a lo largo de ese mismo recorrido, entre la capacidad adquisitiva de las familias y la calidad educativa (si homologamos este parámetro a los resultados del Simce). Es decir, la educación -el principal factor de igualación social junto con Internet, según John Chambers, chairman de Cisco- en Chile perpetúa, si no acentúa, la inequidad, transmitiéndola intergeneracionalmente.
En este contexto, el gobierno de la presidenta Bachelet sitúa la reforma educativa en la base para la reducción de los niveles de desigualdad y la transformación del modelo productivo del país en el medio-largo plazo. La acción política en este terreno se ha centrado en el plano legislativo, abordando aspectos como la selección, el lucro, el copago o la carrera docente, efectivamente muy relevantes. Y ha culminado con la reciente presentación del proyecto de ley que crea el Sistema Nacional de Educación Pública, que introduce una importante reforma en la institucionalidad del sistema educativo estatal.
Probablemente era muy necesario hacer frente a esos aspectos estructurales del sistema. Pero el centro del problema, el proceso de enseñanza-aprendizaje, ha estado lejos de los focos del debate. Y ello pese a que uno de los ejes nucleares de la reforma es la mejora de la calidad de la educación que reciben todos los niños y niñas chilenos. Y hay mucho, muchísimo por hacer.
Adiós al modelo de enseñanza-aprendizaje tradicional
Primero, en cuanto al objeto en sí mismo de la enseñanza, ¿qué demandará el mercado laboral en el mediano plazo? ¿Conocimientos basados en un aprendizaje memorístico? Nada más lejos de la realidad: si atendemos al análisis del Institute of the Future sobre las habilidades laborales que se estarán exigiendo en el año 2020 -que está mucho más cerca de lo que parece-, veremos el pensamiento adaptativo, la inteligencia social, la mentalidad de diseño y la transdisciplinariedad, entre otras. Habilidades que deberán desarrollarse en un mundo globalmente conectado, en pleno auge de las smart things.
Por no hablar de la introducción de la computación como una disciplina científica básica, en un contexto en el que la Internet de las Cosas o la robótica estarán en muy breve plazo, si no lo están ya, en el centro de la economía digital. En el centro del mercado laboral. Y en el centro de la transformación del modelo productivo de los países. Por eso, el sistema británico trabaja ya en proporcionar a los estudiantes, desde los primeros niveles, habilidades de pensamiento computacional, conceptos para entender lo que implicará el exponencial desarrollo tecnológico al que estamos asistiendo y cómo incidirá en la sociedad; y en otorgar a la computación el mismo rango que a las matemáticas o a la biología.
Por otro lado, los patrones económicos y laborales, las Tecnologías de Información, están destruyendo el modelo de enseñanzaaprendizaje que hemos interiorizado durante décadas: nuevas herramientas didácticas, un rol cambiante del docente, una dilución de las fronteras del aula, de los tiempos dedicados al estudio por parte del alumnado, la muerte anunciada de los libros de texto tal como los conocemos, incluidas sus versiones digitales. Una revolución total, un potencial que apenas se está empezando a explorar, un cambio que impone a gobiernos, escuelas, profesores y familias, el desafío de prescindir de todas las asunciones y conceptos que hasta ahora dábamos por establecidos, a desaprender sobre el proceso de aprendizaje.
Una continuidad entre lo cotidiano y lo real
Observamos tendencias que han venido para quedarse: el creciente foco en medir el aprendizaje como paso previo a la personalización de la enseñanza; la proliferación de los recursos educativos abiertos; el rediseño de los espacios físicos de aprendizaje o la potenciación de esquemas mixtos presenciales-virtuales.
Y observamos, por supuesto, innovaciones tecnológicas que contribuyen a acelerar todos los cambios mencionados. Las posibilidades de desarrollos innovadores en plataformas de aprendizaje personalizado, contenidos digitales, metodologías didácticas o herramientas para el profesorado, son enormes: aprendizaje emocional, serious games, laboratorios virtuales, learning analytics, neurodidáctica o personal learning environments, por citar solo algunas de las tendencias en esta materia. No es de extrañar que todo un tejido de edupreneurs, de emprendedores alrededor de la aplicación de las tecnologías a la educación, florezca internacionalmente.
En fin, como escribe Antonio Ortiz, se trata de evitar que el alumno sienta, al entrar al colegio o al instituto, que vuelve al siglo pasado. Se trata de que aprecie que hay una continuidad entre su presente cotidiano -en casa, en la calle- la realidad de la clase. Se trata de que entienda, añado yo, que está sentando las bases para su futuro personal y profesional en la economía digital. El anterior es un desafío que los gobiernos no pueden seguir eludiendo. Porque, efectivamente, la transformación radical de la manera en que nuestros hijos aprenden y se educan está en la base de su futuro y del de su país.